VEINTE MINUTOS
Granada.1 de Marzo. Jueves.10:30 am. No conozco la zona a la que hemos
llegado. Mientras mi acompañante se aleja para resolver unos asuntos le pregunto en qué dirección está.«Está ahí mismo, recto por la pasarela».De
un lado, y extendido en el sentido de mi marcha, un campo de golf sin
rastro de golfistas. Del otro viviendas u hoteles, hormigón.Camino
brevemente. Aquí está. Un primer encuentro visual suspende por un
instante mi respiración. Todas las veces es así. Salvando unos
pocos matices, el paisaje es prácticamente monocromo. Una honda
respiración y una mirada panorámica. Asumido lo global, remango la
larga rebeca beige hasta la altura de la cintura, me siento sobre
una piedra. En un todo se confunden mar y cielo. El espacioso telón
del fondo se anuncia como un preludio. Al Oeste la bruma ha ascendido
un punto para participar de una grave sonata de grises que quieren
ser celeste.Se ha evaporado, en la fusión, la raya divisoria. Tras
la acumulación plomiza viene un sol bajando una colina y se
entretiene en el camino.Al Este los azules se agitan, distinguidos
cielo y mar.Un par de aves —allí lejos—vuelan muy juntas, casi a
ras de un suelo en movimiento y dejan una estela nívea en donde
estuvieron un segundo antes. Hay un silencio relativo. Un reducido
grupo de turistas me aborda y sobrepasa de inmediato rasgando el velo
de mansura con no sé qué palabras ininteligibles. Cada uno hace
rodar un carrito con palos de golf. Y de nuevo el desierto. Una arena
basta, parduzca, invadida por piedras de cantos rodados. Un yerto
paisaje lunar. Una playa de invierno y austeridad. No hay ningún
aroma distintivo marino.Las corrientes se aproximan atemperadas,
iniciada la playa en un rulo de espuma discreto que gruñe vagamente.
Soledad. La más llena y ocupada, poblada, de las soledades… La
soledad del mar. La catedral silenciosa. El palacio de aire. Mi vista
encona el frente. Brota repentina la idea de que un horizonte
hecho de agua supone una línea de perfecta rectitud, sin duda la más vetusta, precisa, línea recta.De pronto anego la memoria de flashes
sentimentales. Los días de mi vida impregnada la retina de aguamarina. Cada uno subido a un sol. Aquellas aguas en donde al
marchar dejé el corazón navegando frente a la costa. Hay en mi
cabeza, mi corazón, un único mar, capaz de albergar todo el encanto
acumulado en cada uno. El Mar. La mar hecha de orillas igual que mi
alma ensoñadora… ya arenosas, ya pedregosas…mendigas sin término
de azules arrullos. El mar. La mar. El mar…
—Rubia, ¿nos vamos?.—Sí, ya voy…solo un segundo.©
Setefilla Almenara J.
Marzo 2012
Déjame tu opinión, gracias.
¡Que momento!Puro placer al mirar frente a frente al mar, y dejar que te mire...dejar que te acaricie...
ResponderEliminarDeliciosa lectura, amiga.
Gracias.
Este blog tiene tus visitas en alta estima, Lola.
Indagar en una playa de invierno es una experiencia magnética.La recomiendo.
Gracias siempre.
Encantada de conocerte,visitarte ha sido un placer
ResponderEliminarPrincesa, me alegra que te resultara placentera esta visita a mi espacio, te espero por aquí, sé muy bienvenida. Como te dije en el comentario que te hice, encuentro precioso tu blog, de modo que seguiré visitándote.
Saludos
Sete
Es una prosa descriptiva de gran calidad. Con ella te acompañamos en un placentero paseo por el mar, la mar, El mar...
ResponderEliminarYo también tengo en mi cabeza un único Mar.
Gracias por el paseo, Rubia.
Besos
Gracias Esteban. La prosa no es ni la mitad de hermosa, que los veinte minutos que pasé en esa playa de invierno...
ResponderEliminarTe envío brisas marinas.